San Valentín

Ángela estaba a punto de terminar su jornada laboral. Hoy, más inquieta y nerviosa que de costumbre. Como si un terrible presentimiento la rondara. Y es que desde un tiempo a esta parte su marido tenía un comportamiento extraño. Se mostraba reservado, incluso a veces rehuía su mirada, y para colmo de males cuando hablaban no hacían otra cosa que discutir. Sin ir más lejos esa misma mañana y sin motivo aparente, al menos que ella recordara. Por esa razón, hoy más que ningún día, tenía ganas de irse a casa y hablar con él. Quizá de buenas maneras y con paciencia, Diego le contara qué era aquello que le preocupaba y los había conducido a aquella situación.

Acababa de limpiar la última mesa que había sido desocupada cuando la campanilla de la puerta sonó dando el aviso de que un nuevo cliente entraba en el local. Antes siquiera de girarse ya sabía que era él. El ambiente se volvió enrarecido como pasaba desde hacía dos meses más o menos. Desde que aquel hombre había entrado en la cafetería la primera vez. Fiel cliente los lunes, miércoles y viernes, todas la semanas, a la misma hora. Notó sus azules y fríos ojos clavados en su espalda antes incluso de girarse a mirarlo. Al hacerlo no se permitió volverse del todo, tan solo le dirigió una furtiva mirada por encima de su hombro para constatar que su presentimiento era cierto. Efectivamente, el hombre tomaba asiento sin desviar su atención de ella ni un momento, como si la devorara, haciéndola sentir incómoda y deseosa de salir huyendo con tal de evitar su presencia. No es que fuera desagradable a la vista, todo lo contrario. No recordaba haber visto a un hombre con semejante atractivo en su vida. De cabellos rubios y rizados, ojos azules, fríos como el acero, pero sin embargo de mirada ardiente; labios carnosos y rojos, y cuerpo de infarto. No obstante, a parte de las evidentes cualidades físicas que Ángela apreciaba, como cualquier mujer haría, el sentimiento que le provocaba aquel inquietante hombre era de incomodidad. No habían cruzado palabra alguna, ya se había encargado ella de que su compañera atendiera siempre al misterioso cliente, no hizo falta insistir mucho para que la muchacha lo hiciera encantada, todo había que decirlo.

Se quitó el delantal y apartó algunos mechones de pelo rebelde que caían sobre su frente. Caminó con rapidez hasta la cocina, se despidió de sus compañeros y se fue por la puerta trasera. Había terminado y se moría de ganas por llegar a casa y que Diego la abrazase, como hacía cada día desde que 5 años atrás se habían dado el sí quiero.

Entró en el pequeño, pero coqueto apartamento que compartían, y dejó el bolso en el mueble de la entrada.

—¿Diego? ¡Ya estoy en casa, cariño!

Caminó los escasos metros que la separaban del salón mientras se descalzaba y movía los hombros para relajar los músculos, cargados de horas y horas de andar con la bandeja de un lado para otro. De nada le sirvió el gesto. Todo su cuerpo se puso en tensión cuando reparó en las maletas que había preparadas al lado del sofá y vio a Diego con la cabeza enterrada entre las manos.

—¿Diego? ¿Qué es esto? ¿Qué sucede? —la voz le tembló ligeramente.

—Lo siento tanto, Ángela… —pero seguía sin levantar la cabeza.

—No entiendo nada. Por favor, Diego. ¡Mírame!

Diego levantó la cabeza de golpe y Ángela pudo ver sus ojos enrojecidos.

—¿Qué ha pasado, cariño? ¿Has llorado? —caminó hasta su marido y se arrodilló a sus pies.

—No lo entiendo, Ángela… No sé lo que me pasa. Yo te quiero, más que a mi vida… Pero es que no hago otra cosa que fijarme en otras mujeres. ¡Las deseo! Es como si mi cuerpo se hubiera vuelto loco y necesitara hacer el amor con cada una de ellas. Me tientan. Me llaman. Me miran como si fuera Adán y estuviéramos solos en el edén.

Diego hablaba atropelladamente, desesperado. Pero Ángela había dejado de escuchar hacía rato. En su cabeza resonaban las palabras «necesito hacer el amor con otras mujeres». La rabia y la impotencia pudieron con ella y se levantó de golpe para encararlo.

—¿Tú te estás escuchando? ¿Cómo puedes decir que me quieres si deseas a cuanta mujer se te ponga a tiro?

Diego a su vez también se levantó y la tomó de los hombros.

—No tengo justificación. Lo sé, pero no puedo estar contigo sintiendo lo que siento por otras mujeres. No es justo.

—Me dejas para acostarte con otras mujeres… —lo repitió para que lo desmintiera pero no ocurrió— ¡Eso si no lo has hecho ya!

—No. Eso no. Te prometo que te he sido fiel. Pero justamente porque te quiero debo irme, no tengo derecho a hacerte esto. No quiero hacerte daño.

—Todo un detalle por tu parte. ¡Gracias! Si me quisieras, yo sería suficiente para ti. No te fijarías en ninguna otra mujer igual que yo no tengo ojos para nadie más. ¡Porque te quiero, Diego! ¡Te quiero! —sollozó Ángela.

—Yo también te quiero, cariño. Te lo prometo. Estoy seguro de mis sentimientos, pero necesito averiguar qué me pasa. Quizá sea la rutina que ha hecho que busque emociones en otras mujeres… ¡No lo sé! —sollozó Diego también.

—Necesitas averiguar qué te pasa… —repitió Ángela haciendo verdaderos esfuerzos para no desmoronarse del todo. Aunque el dolor de su corazón amenazaba con hacerla pedazos—. Si sales por esa puerta no esperes que te reciba, cuando hayas paseado por tu cama a todas esas mujeres que te mueres por follarte, con los brazos abiertos —dijo rabiosa entra lágrimas.

—¡Por Dios, Ángela! No sé si me voy a acostar con nadie. Solo sé que no puedo estar contigo sintiéndome culpable porque cada vez que se me cruza una mujer… no sé qué me pasa. No lo aguanto más. Dadas las circunstancias, es mejor que me vaya.

Haciendo un esfuerzo para que sus pies obedecieran a su cerebro, se aparto de su marido, su amigo, su compañero, su amor. Le dejó el paso libre para que saliera de su casa, y de su vida. Solo cuando escuchó la puerta cerrarse a sus espaldas cayó desmadejada sobre el sofá y lloró desconsolada toda la noche.

El día siguiente amaneció lluvioso, como si el cielo quisiera acompañar a Ángela en su tristeza. Se obligó a levantarse del sofá dónde había pasado la noche porque era incapaz de acostarse en la misma cama que había compartido con Diego. Incapaz de no sentir su presencia a su lado, su brazo alrededor de su cintura ni su aliento erizar la piel de su cuello. Lloró lágrimas amargas en la ducha y mientras se vestía. No tomó nada porque su estómago parecía una lavadora y todo lo que ingiriese acabaría en la taza del inodoro. Se vistió con su uniforme de trabajo y caminó como una autómata bajo la lluvia, sin paraguas. ¿Para qué? Al menos así las lágrimas del cielo se confundirían con las suyas.

A lo largo de la jornada laboral sus compañeros desistieron en preguntarle sobre su estado. Cada vez que lo hacían Ángela parecía empequeñecer y querer encerrarse más en sí misma. Decidieron que lo mejor sería distraerla, y si lo necesitaba, demostrarle que estaban allí para ella.

Al entrar en su casa tuvo la pequeña esperanza de encontrar de nuevo a Diego, esperándola con los brazos abiertos y arrepentido por todo. Aunque ella le gritara, aunque se hiciera la dura… acabarían ambos reconciliándose, haciendo el amor como posesos en su cama. Amándose. ¿Estaría Diego en brazos de otra mujer? Se dejó caer de nuevo en el sofá y lloró hasta que de cansancio se quedó dormida.

Segundo día sin Diego. Ese fue el primer pensamiento que tuvo cuando abrió los ojos. Se mareó al levantarse y entonces recordó que no había tomado nada desde hacía más de veinticuatro horas. Se preparó una manzanilla y se la tomó a pequeños sorbos mezclados con el sabor salado de las lágrimas. Retomó la rutina diaria, se duchó y se fue a trabajar.

A última hora de la tarde, y mientras preparaba un capuchino, sonó la campanilla de la puerta. Viernes, última hora, esa sensación extraña en el aire, era él. Seguro. Levantó la mirada y se lo encontró frente a ella, más cerca de lo normal. Ahí estaba aquel hombre. Más guapo y atractivo que nunca. Se sentó en la barra y la observó sin ningún pudor, con descaro repasó su cuerpo y se recreó en la curva de su trasero. El silencio incómodo, y que no hubiera nadie más para atenderle, hicieron que Ángela se decidiera a dirigirle la palabra.

—¿Qué desea tomar?

—Deseo muchas cosas y tomar, tomaría con gusto aquello que más deseo. Pero no sé si es posible, aún.

Ángela lo miró mezcla de fascinación y temor.

—¿Y eso es? —se atrevió a preguntar.

—Tomaré todo aquello que tengas a bien ofrecerme.

El tono íntimo y ronco de su voz reverberó por todo el cuerpo de Ángela. Carraspeó ligeramente y apartó la mirada de los hipnóticos ojos azules.

—Le preparé un café.

—Que sea un café, pues —respondió un poco disgustado por la distancia que se empeñaba ella en marcar.

Ángela no pudo evitar que sus manos temblaran mientras dejaba la taza sobre el plato. Mucho menos, cuando él tomó con delicadeza la mano que la sostenía y la ayudó a depositarla en la barra.

—No queremos que te quemes, ¿verdad? Hay otras maneras de calentarse más placenteras.

—Señor…

—Puedes llamarme Val.

El rubor cubrió las mejillas de Ángela que en esta ocasión fue incapaz de apartar la mano, mucho menos de alejarse. Solo cuando volvió a sonar el aviso de llegada de un nuevo cliente parpadeó y se apartó de aquel irresistible hombre.

Para su sorpresa, y al contrario que todas las veces que había venido a la cafetería, Val se levantó y se sentó frente al hombre que acababa de entrar. Siempre había venido solo y se marchaba solo. Menos hoy. Ángela entró en la cocina, azorada, para tranquilizar los alocados latidos de su corazón y los dejó solos.

—¿Te han hablado de tus funciones o esperan que sea yo el que te instruya? —Preguntó Val al hombre que tenía enfrente.

—Me han puesto al corriente pero han insistido en que seas tú el que me dé los últimos detalles.

—De acuerdo. Supongo que sabrás que esto es temporal.

—Lo he supuesto —respondió el otro hombre. Algo más joven que Val, pero que por su parecido podría pasar por su hermano.

—Tu trabajo consistirá en propiciar, interceder y ayudar. El camino está marcado, tú intervienes para que nadie se desvíe y termine donde no toque.

—De acuerdo.

—Las veinticuatro horas del día, los trecientos sesenta y cinco días del año. No hay descanso —siguió Val.

—¿Por eso quieres parar? ¿Estás cansado?

—Mira… Intercambiaremos nuestros papeles durante un tiempo, el que me permitan desde arriba, más el que me impongan como castigo. Como sabrás, ocupar mi puesto tiene ciertas ventajas. Por ejemplo, podrás acostarte con cuantas mujeres desees —señaló hacia la calle, por la ventana —¿Ves a esa?

—Sí.

—Pues si la quieres podrás yacer con ella. Las veces que quieras. A cambio… solo tienes que hacer la vista gorda y ocuparte de él.

Val dejó una foto sobre la mesa que el otro hombre tomó y observó con detenimiento.

—¿Qué quieres que haga exactamente?

—Quiero que lo mantengas ocupado, como he estado haciendo yo hasta el momento.

—Pero este hombre ya tiene su destino —protestó el joven.

—Lo sé.

—Si quieres que haga este trabajo necesito saber toda la verdad.

—Escúchame bien, podemos hacer lo que queramos, con quien queramos y cuando queramos, pero no podemos disfrutar de lo más importante. Aquello por lo que he trabajado miles de años. Necesito saber qué se siente cuando se es amado. ¿Has amado alguna vez?

—No. Sabes que no se nos permite amar.

—Yo amo. Y deseo ser amado —sentenció Val.

En ese momento Ángela salió de la cocina y se marchó al otro lado del local huyendo de la mirada de Val. Para su acompañante, esa mirada ansiosa, cargada de deseo, tampoco pasó desapercibida.

—Es ella. Todo esto es por ella —acertó el joven.

—Y por mí.

El chico volvió a mirar a Ángela y la foto que aún sostenía entre las manos.

—Su corazón jamás será tuyo. Y el de él nunca pertenecerá a otra mujer. ¿Por qué perder el tiempo con ella?

—Sólo alguien que no ha amado pensaría que intentar conquistar a la persona amada sería una pérdida de tiempo.

—Así que lo que quieres es que entretenga a su marido, como has estado haciendo tú hasta ahora, para que ella caiga en tus redes.

—Exacto. Te pasaré mis dones a cambio de que cumplas con este trato.

—¿Cuánto tiempo llevas influyendo en el marido?

—Unos dos meses.

—Tú, mejor que nadie, sabes que conforme pase el tiempo se hará inmune. Volverá a ella y ella volverá a él porque jamás te entregará su corazón. Acepto porque no tengo nada que perder, sin embargo tú, lo perderás todo. Para ti existe una posibilidad entre miles de millones.

—Aceptaría una eternidad en el averno tan solo por la esperanza que me da esa posibilidad.

El joven negó con la cabeza y estiró la mano para sellar el pacto con Val.

—¿Quién lo diría? San Valentín enamorado.

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